Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Un rey-padre apático, perezoso, untuoso, indolente, blando, oleaginoso. Sus hijas atesoran una afecto cainita y ñoño por el padre impotente, que no cesa de exigirles pruebas de su amor. Tan contumaz con sus hijas, como hostil hacia sus hijos, de los que desconfía hasta la enfermedad. Contra él guerrea en palacio una madre-reina veleidosa, dotada de habilidades felinas, pero guarnecida con una codicia hiénida, que no cesa de hurgar en la herida purulenta de su castración exigiéndole pruebas de virilidad de las que lo sabe incapaz. Celosa de sus hijas, pérfida y desconfiada también con los vástagos de su marido.
Un primogénito sin carácter, que ha heredado todas las taras de la dinastía y se intenta levantar contra su progenitor sin tino ni fuerza, apoyado en una corte propia llena de viejos hidalgos amargados y traidores.
Un bastardo melindroso y tartufesco, auspiciado como falso sobrino, con tremendas ansias de poder pero resignado servilmente a ser un segundón en la sombra, agradecido al padre que lo reconoció como hijo, producto de un lance cortesano en las colonias. Se ofrece como valido a unos y a otros, aplicado y artero, educado e inquieto, torpe y algo atormentado, porque sabe que no entiende muy bien de qué va la cosa y sospecha que se esperaba mucho más de él, al que no acaba de encajarle el papel de príncipe, educado, como estaba, para virrey.
Y, en fin, el ilegítimo villano, pícaro y belicoso, impulsivo, industrioso y vehemente, pero ambicioso como un primate postergado de su horda, hijo de una noche de desvarío castizo y goyesco, que acerca posiciones con el rebelde y pusilánime primogénito. Hipócrita que no consigue ocultar el cianuro, que rebosa con gotas gruesas, mal mezclado en la masa de cada pastel que le ofrece al heredero, sin poder disimular en qué modo envidia su posición.
Súmese a la trama, como simple ambientación, un funcionario vitalicio, que va como un correveidile de desplante en desplante entre el padre y los tres hijos. Una casta pudiente, presta a la ofensiva y sanguinaria. Un pueblo hambriento y desesperado… Y las colonias, organizándose para huir de la putrefacción dinástica de la metrópoli y a las que el villano quiere ganar para su ambición, no queda claro a cambio de qué supuestos favores.
El argumento es cojonudo para un drama isabelino. Podría reconocerse al Rey Lear y a sus hijas. A Lady Macbeth, a Hamlet, a Yago e incluso al Absalón calderoniano, con sus largos cabellos por los que murió colgado (aunque en la versión posmo los lleve coquetamente recogidos para evitar los efectos aciagos de una melena muy agreste). Pero es que estaba hablando de la política española en este interregno pre-gubernamental. Y los españoles pegamos poco en shakespearianos, y somos más lopescos –por aquello del perro del hortelano- que adeptos a Calderón. Ni Cervantes ni Joanot firmarían algo así, tan sin risa. Nos ha tocado vivir una opereta neoliberal, mala versión de un dramón barroco, y no tenemos el carácter adecuado para tanta solemnidad kitsch.
“Por tu vida, Lopillo, que me borres
las diez y nueve torres del escudo,
porque, aunque todas son de viento, dudo
que tengas viento para tantas torres.”
Que dijo el genio cordobés…