Cristóbal Aguado LazaPresidente de AVA-ASAJA
Si gastas cuatro e ingresas cinco la empresa es viable, pero si al cabo de un tiempo pasas a gastar seis y sigues ingresando cinco los números ya no salen. Es lo que está sucediendo en miles de explotaciones agrarias, la causa por la que cada vez la edad media de los agricultores y ganaderos está más envejecida, no hay relevo generacional y crece la mancha marrón de los campos dejados de cultivar.
El cultivo más implantado de la agricultura valenciana, los cítricos, son un ejemplo paradigmático. Hace unos días conocimos un nuevo estudio, titulado ‘La citricultura valenciana, la evolución de sus costes de producción e insumos que los determinan’ y publicado por María Ángeles Fernández-Zamudio del Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias (IVIA), que pone negro sobre blanco la brutal escalada de los gastos de los cítricos mientras los precios en origen de las variedades mayoritarias apenas han variado.
En resumidas cuentas, los costes totales que acarrea la producción en una hectárea de naranja ascienden a 6.826 euros, un 15% más que hace una década y hasta un 70% más que en 1992, es decir, un periodo cercano a los 30 años. Similar resultado cosecha la mandarina: el coste por hectárea alcanza los 7.589 euros, un 16% más respecto a 2010 y un 69% más que en 1992. El limón se lleva la palma al incrementar los costes un 25% en 10 años y un 74% en 30 años, alcanzando los 6.890 euros por hectárea.
Este informe se suma a otro reciente en el que también colaboró la propia María Ángeles Fernández-Zamudio, junto a los investigadores Pedro Caballero (IVIA) y María Dolores de Miguel (Universidad Politécnica de Cartagena), según el cual cuantificaron los costes medios de producción en 0,23 euros por kilo (€/kg) en el caso de la naranja (variedades navelina y lanelate), 0,28 €/kg en la mandarina (clementinas) y 0,20 €/kg en el limón (fino y verna).
Pero volvamos al nuevo estudio. En todos estos años la mano de obra ha continuado siendo el insumo que mayor porcentaje representa de los costes totales (según la especie, supone entre el 21 y el 25%). La creciente mecanización del sector debería haber contribuido a rebajar esa cuota; sin embargo, entre los elevados salarios que tiene la citricultura valenciana –los mayores de todas las zonas productoras de España– y entre las cada vez más exigentes –e inspeccionadas– normativas laborales, los costes en mano de obra no han parado de crecer.
Lo mismo se puede decir del riego. Después de tanta modernización, de tanto riego por goteo y de tanta eficiencia energética, los costes hídricos son los que más se han encarecido y ya comportan el 20% del total, el 25% si añadimos la amortización de las instalaciones. Aún recuerdo cuando el Gobierno argumentó que suprimía las tarifas especiales de riego para fomentar la competencia del mercado eléctrico y abaratar los precios. A partir del 1 de junio van a entrar en vigor cambios tarifarios que, digan lo que digan los políticos, supondrán una nueva vuelta de tuerca: atención a las entidades de riego porque con solo 15 minutos de uso inadecuado de la potencia contratada pagarán recargo por exceso y, si es reiterado, los costes podrán elevarse a miles de euros.
Sorprende, en cambio, el mantenimiento en un 15% sobre el cómputo global de los costes que el estudio dedica al capítulo de los productos fitosanitarios. La supresión de dos terceras partes de las materias activas autorizadas hace apenas una década ha dejado a los productores sin aquellas sustancias más eficaces y baratas. Por el contrario, lo poco que tienen a su disposición son productos más caros y menos eficaces, de manera que se ven obligados a multiplicar el número de tratamientos si quieren tratar de evitar que las plagas y enfermedades destruyan sus cosechas. Así y todo, a veces no lo consiguen (véase el Cotonet de Sudáfrica) y sufren graves pérdidas de ingresos por la merma de cosechas comercializadas.
Podríamos estar hablando horas sobre costes de producción que en estos últimos 30 años se han disparado. Hasta cierto punto es normal que así sea, porque el precio de la vida suele ir arriba en las sociedades que aspiran a mejorar. No obstante, como decía al principio, en la mayoría de las variedades citrícolas, sobre todo la naranja Navelina y la mandarina Clemenules, las cotizaciones a pie de campo prácticamente han seguido siendo las mismas en todo este tiempo. Y así, lógicamente, los números salen rojos, por muy verdes que los políticos quieran barnizar al sector.
Si alto resulta el coste medio de producción de los cítricos, altísimo está siendo el coste económico, social y medioambiental que está pagando el citricultor –y el conjunto de la sociedad, no lo olvidemos– por los desequilibrios que imperan dentro de la cadena alimentaria. Es evidente que la actual reforma de la Ley de la Cadena debería incluir un registro de los contratos y una referencia de costes y precios, establecidos por un organismo público y basados en estudios como este último del IVIA. Pero el alcance de la normativa será limitado si, al mismo tiempo, la clase política no actúa sobre las importaciones agrarias de países terceros.
No estamos contra el libre mercado ni contra la apertura comercial. De hecho, la agricultura valenciana fue pionera en exportar sus naranjas a medio mundo. Lo que consideramos inmoral y suicida es la entrada desregulada al mercado europeo de envíos foráneos que sustituyen la producción local, en lugar de complementarla, sin una mínima reciprocidad fitosanitaria, ambiental, social ni laboral y, para más inri, sin la adecuada vigilancia de plagas y enfermedades que ponen en peligro nuestros cultivos. Las grandes cadenas de distribución saben que el criterio mayoritario de compra es el precio, por lo que si una coloca en su lineal una mandarina de Marruecos o una naranja de Egipto a un precio más barato que en España, las demás le seguirán.
Ahora que la estrategia ‘De la Granja a la Mesa’ cumple un año, es bueno recordar que poco lucharemos contra el cambio climático si la Unión Europea no revisa los acuerdos comerciales con países terceros que fomentan la competencia desleal y generan muchísima más contaminación. Así no sé cómo llegaremos a la Agenda 2030 o a la España 2050, pero no pinta nada bien, al contrario, pinta muy mal.