Escritor e investigador.
Reikiavik, creación de Juan Mayorga, llegó a Valencia[1]. El encuentro más grande de todos los tiempos, Spasski frente a Fischer, se presentó en la cuna del ajedrez moderno (es connotativo que la primera partida con las reglas modernas, preservada en el poema Scacs d´amor, c. 1475, fuese una Apertura Escandinava; más de cinco siglos después el nombre cobra sentido).
En más de una ocasión he señalado[2] el recurrente préstamo artístico que otras disciplinas buscan en el ajedrez. Abundan en el cine y en la literatura; en la mayoría de los casos son propuestas fallidas. Se equivocan al extraer del milenario juego mucho más de lo que le ofrecen. Apenas hay reciprocidad. El fenómeno se ampara en el misterio, el poder intelectivo, alegórico y representativo del ajedrez.
De forma inesperada, la ansiada redención, viene desde el teatro. Reikiavik, de manera honesta y veraz, penetra con hondura en el reino del ajedrez. Y elige su momento más áureo. Verano del 72. Fischer contra Spasski. Reikiavik, un lugar donde se duerme de día. Es el culmen de la Guerra Fría, que alcanza su zenit en el más terrible de los escenarios: un solitario tablero de ajedrez. Podemos perder la carrera espacial, decían los rusos, pero nunca el campeonato mundial del ajedrez.
La interpretación es magnífica. César Sarachu (Waterloo), Daniel Albaladejo (Bailén) y Elena Rayos (el muchacho) actúan, juegan Reikiavik, como grandes maestros. Defienden con brillantez y solvencia la inquietante obra de Mayorga: “Un texto no es la memoria de un espectáculo, sino un envío para espectáculos futuros, con los que entrará en conflicto”, nos advierte[3].
Viven la vida de otros, esencialmente la de Bobby Fischer y Boris Spasski, pero también se asoman otras vidas: la de la madre de Bobby, la de Larissa, esposa de Boris, la del jesuita Padre Lombardy, la del fantasma de Stalin, la del árbitro alemán, la de Henry Kissinger, la de los viejos maestros ya muertos. Y lo hacen de forma suasoria.
Juan Mayorga es el creador de Reikiavik. “Es una obra sobre el ajedrez, ese arte que, como la vida misma, se basa en la memoria y la imaginación”, nos dice. En Reikiavik se establece un vínculo indeleble entre el ajedrez y el teatro, dos mundos en miniatura, hermosas sinécdoques de la vida, ora sea la nuestra, ora la de otros. Reikiavik nos confirma que en la partida de la vida todos somos un rey, aunque peones en la vida de los otros.
En Reikiavik solo existe la luz, no hay noches. Un paraíso para Goethe. La luz y el silencio: el ajedrez como piedra de toque del intelecto. Reikiavik confirma, como de paso, la gran verdad que nos legó Juan José Arreola: “El ajedrez es la única ocupación humana que queda fuera del alcance del ser humano”.
Afirma Carlo Frabetti que es casi imposible interesarte por las matemáticas sin sentir al menos cierta curiosidad por el ajedrez. Así, Pacioli, Cardano, Gauss y Euler, dedicaron muchas horas a indagar el insondable tablero bicolor; los dos primeros incluso elaboraron importantes tratados técnicos en pleno Renacimiento. Reikiavik es obra de un dramaturgo, de un matemático, de un filósofo. Como Carroll, Mayorga nos conmina a atravesar el espejo, en busca de un lugar donde reina una simetría desconcertante, dando nada es lo que parece, ni siquiera nosotros mismos. Descubrimos que no hacen falta piezas ni tablero para jugar al ajedrez; quizás tampoco ajedrecistas (vivos).
Las referencias al noble juego, y sobre todo al match del siglo, son precisas, sutiles, connotativas. Se percibe un trabajo de documentación que solo es dable alcanzar a un verdadero ajedrecista, el que sabe la tempestad de emociones y el universo creativo que anida en el tablero, valores a veces esquivos a consumados jugadores prácticos. Hay numerosos ejemplos: cuando se subraya que en el magnífico libro de Fischer, Mis 60 partidas memorables, se incluyen 3 derrotas, algo realmente insólito pues en este tipo de monografías donde acampa la vanidad, solo hay victorias —en esto Fischer fue epígono de Capablanca—; o cuando se alude al alfil de Fischer encerrado en la primera partida, al ofrecernos la propia versión de Fischer, generalmente olvidada: fue un acto deliberado; baste con comparar el mismo pasaje zafiamente expuesto en el film Pawn Sacrifice. Emotiva es la recreación del instante en el que el propio Spasski se une a los aplausos del público al finalizar la sexta partida, estampa acaso única en los cotejos por el título mundial (en palabras de Bailén: “En la sexta, aplaudí la belleza de la partida”). El gesto impresionó sobremanera a Fischer: “eso es caballerosidad, es un verdadero deportista”, y quizás esté ahí el germen de su legendaria amistad posterior.
Los pasajes históricos se suceden: la carta de disculpa de Fischer antes de la primera partida, la llamada de Kissinger; la segunda partida perdida por incomparecencia (en 2009, el árbitro Lothar Schmid nos dijo que comunicar a Fischer esta derrota fue una de los momentos más tristes de su vida); la evolución del marcador a lo largo del encuentro (los números sobrevuelan constantemente Reikiavik); el regreso del caballo de Spasski a su casilla original en la partida undécima, poniendo en serios problemas a la dama de Fischer, etc. Claro que también están las necesarias licencias, que en ningún caso menoscaban el rigor histórico de la obra.
En Reikiavik de forma trepidante, pero nítida, vemos el pasado de los dos genios, cómo llegaron a la cima del ajedrez. Se percibe la soledad que les rodea. Reikiavik es la historia de dos héroes, luego abandonados, a los que nunca se les permitirá regresar a Ítaca. También ellos viven la vida de otros. Reikiavik es la Íliada, sin la Odisea. Tras la narración de la lucha el muchacho pregunta, inquieto, por la suerte ulterior de los protagonistas, y las imágenes de una vida, de dos vidas, se desgranan con celeridad sin perder la fidelidad a los hechos que impregnan siempre Reikiavik.
Ahora ya no se enfrentan ambos colosos. Son Fischer y Spasski, dos hermanos. Un momento único, al final de la obra, apresa como pocas veces se ha visto esos lazos indelebles de la amistad. Fischer (Waterloo) está prostrado, se muere. Se muere en Reikiavik (“Qué poco imagina Fischer cuando pone pie en la isla que morirá aquí”, augura el texto). Bailén se pone junto a él, acariciándolo. La tierra que le echa es la de Reikiavik. Pensamos que esta escena, ese instante, ese abrazo, simboliza, por sí mismo, el gran enfrentamiento, mucho mejor que los cientos de libros dedicados al legendario encuentro. Su sencillez y autenticidad nos conmueve.
Sabiendo que los personajes viven, juegan, la vida de otros, es difícil saber quiénes son Waterloo y Bailén. Adoptan el nombre de dos derrotas de Napoleón, cuyo entusiasmo por el ajedrez fue directamente proporcional al número de partidas apócrifas que le atribuyen. También Bobby Fischer se acuerda, como vimos, de sus derrotas. No parece casual.
Un enigma mayor es indagar en la identidad del muchacho. Mayorga nos da una pista: es el representante del espectador en la obra. Al final, también él juega a Reikiavik. Es decir, el espectador juega a Reikiavik. Ahora es Leipzig, otra derrota de Napoleón. De esta forma, un juego sin origen se asegura su continuidad. En Reikiavik tal vez encontremos, intuyo, una respuesta al dilema propuesto por Borges: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza/¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ De polvo y tiempo y sueño y agonías”. Otro enigma, inescrutable, son los barrenderos. Están por todas partes. El mismo Fischer acude al entierro de su madre camuflado de barrendero. La existencia de los barrenderos permite detectar el silencio.
Reikiavik es, en suma, puro ajedrez, es decir, puro teatro. Pero sobre todo sabemos, gracias a su autor que Reikiavik es un juego en sí mismo, en el que encuentra feliz acomodo el rey de los juegos, tan emparentado con la vida misma. Es un juego que radica en vivir la vida de los otros. Su creador nos invita a no pasar de largo, nos insta a probar una variante.
Tenemos que jugar a Reikiavik. Conviene que se detengan, tal vez quede una derrota napoleónica disponible, se aprende más de una derrota que de cien victorias, decía Capablanca. O quizás un día de estos nos sentamos a jugar a Reikiavik y al otro lado del tablero está el propio Juan Mayorga.
[1] La obra se representó en el Musical el pasado fin de semana. El público celebró Reikiavik con verdadero entusiasmo, de pie, en un aplauso largo y sentido.
[2] Cf. GARZÓN, José A. El juego doble del espejo y el tablero. A vueltas con un enigma ajedrecístico de Lewis Carroll. Versión extensa de la ponencia leída el 6 de noviembre de 2015, con motivo de la Jornada de Estudio “Recordando Alicia en el País de las Maravillas“, 150 Aniversario, organizada por el Departamento de Filología Inglesa y Alemana de la Universidad de Valencia (Acceso al artículo en pdf).
[3] Cf. MAYORGA, Juan. Reikiavik. Segovia: Ediciones La uÑa RoTa, 2015, pág. 9.