Profesor de Literatura.
Cuando yo empecé a estudiar Filología, Joan Fuster todavía frecuentaba el despacho que tenía en la antigua facultad, la que compartíamos con Historia, en un edificio anexo que ya no existe. Alguna vez coincidimos en el ascensor, así que puedo decir que he hablado con él. En concreto le dije “Bon dia” o “Bona vesprada” dependiendo de la hora del encuentro. Recuerdo que cuando murió, un profesor nos dijo que algún día nos daríamos cuenta de la importancia de haber coincidido en el tiempo con él en la facultad. Y así es, porque recuerdo a menudo aquellas palabras y aquellos encuentros casuales. Yo pertenezco a aquellas promociones, las que todavía nos cruzábamos con Joan Fuster en el ascensor, o a las que César Simón todavía nos dio clase, mirando ensimismado a algún punto lejano al fondo del aula: clases brillantes sobre lo que de verdad importa y da sentido a elegir una carrera que nunca te sacará de pobre.
Recordaba estas cosas estos días, a partir de la inesperada noticia de la muerte del profesor Josep Lluís Sirera. No fue profesor mío. Nos cruzamos durante mi carrera. Sin embargo, tuve la fortuna de pertenecer a su departamento durante muchos años. Y también de que nuestros caminos se cruzaran en el mundo exterior. Porque Josep Lluís era uno de esos profesores para los cuales la labor fuera de los muros de la facultad es tan importante como la labor de dentro, de los que piensan que ser un intelectual es una cuestión ética, como decía Max Aub, y por tanto no tiene sentido si no religa de alguna manera con la sociedad. Por eso, Josep Lluís Sirera no fue sólo un dramaturgo, sino un activista del teatro durante la larga noche de nuestro pueblo. Por eso, como miembro -y después presidente- de la Associació d’Estudis Fallers coincidimos en eventos y proyectos y pude siempre contar con él.
Recuerdo que una vez fui a su despacho para pedirle bibliografía sobre literatura valenciana del siglo XIX. Yo no había sido doctorando suyo, y habíamos tenido poca relación personal. Sin embargo, no hizo falta muchas explicaciones. Me recibió con alegría y desgranó nombres ante mí, uno tras otro, contento de que pensara ocuparme de ese tema, y me explicó lo importante que era leer en contacto la literatura escrita en castellano y en valenciano durante aquellos años para reconstruir del todo un campo cultural que es la génesis de nuestro presente. Era un profesor generoso, de los que piensan que el conocimiento sólo tiene sentido si se comparte.
También era un hombre sincero. Recuerdo que una vez se esperó tras una mesa redonda sobre fallas en la que participé para explicarme que no estaba en absoluto de acuerdo con lo que yo había dicho. Digamos que me quedó claro. Josep Lluís no tenía pelos en la lengua. Aquel día sin embargo entendí que el hecho de que Josep Lluís Sirera se hubiera esperado para decirme todo aquello en realidad era todo un elogio, una señal de respeto intelectual. Porque me habló de igual a igual. Y además con sinceridad, con honestidad y con limpieza. Y esas son virtudes nada frecuentes en un mundo como la universidad, repleto de gentes importantes que sonríen antes y después de clavarte el cuchillo.
Pero fueron muchas más las ocasiones en que coincidimos: cuando le pedí que hiciera reseñas para la Revista d’Estudis Fallers, o cuando se integró en el comité científico de nuestra publicación. Pero también en la Universidad: fue de los pocos profesores que apoyaron abiertamente las reivindicaciones de los profesores asociados en una lucha que hoy parece remota. Después dejé la facultad y volví a ella este enero para cubrir su jubilación, e impartí una de sus clases históricas. Me ayudó mucho a prepararla, y entre infusión e infusión en un bar junto a las torres de Quart me habló de teatro, de la escena teatral valenciana en la que creía y por la que luchó, y de la universidad post-Bolonia, con amargura y sensación de derrota: una universidad que no se parecía ya a aquella en la que creyó su generación tras el final del franquismo, que ya no valoraba las mismas cosas, en la que sentía que un profesor como él ya no tenía cabida.
Josep Lluís Sirera fue un intelectual comprometido con su sociedad, un sabio, un maestro, un erudito, y además y sobre todo un hombre digno, uno de los imprescindibles. Nunca dudó en abandonar un cargo cuando sentía que mantenerlo ponía en cuestión su dignidad, porque para él los cargos no eran un fin en sí mismo. Era honesto, idealista en el mejor sentido de la palabra, temperamental y justo.
Estos días, al recorrer los pasillos de la facultad no puedo alejar de mí la sensación de estar atravesando una especie de escenario post-apocalíptico. Tres años después de la muerte de Sonia Mattalia, apenas unos días después de la muerte de Josep Lluís Sirera, mientras habito la periferia de los sueños que concebí durante mis años de becario de investigación y el Plan Bolonia es la única realidad existente, en una universidad vuelta sobre sí misma, paraíso de los fabricantes de papers, tan aislados en su burbuja como convencidos de su propia importancia y con todas sus energías puestas en una competición constante e inacabable de todos contra todos, cuando la sociedad afuera está más lejos que nunca, tengo la sensación tenaz de caminar entre ruinas, de habitar una especie de tiempo después del fin del tiempo.
Cuánta falta nos hacen profesores como Sonia Mattalia y Josep Lluís Sirera, como César Simón y Joan Fuster. Cuánta falta nos van a hacer en Valencia. No es posible que este no sea tiempo ya de profesores como ellos, de una universidad como la que ellos construían. No es posible. Porque si una disciplina como filología (y como las humanidades) se complace en su ensimismamiento y en su autorreferencialidad no tiene más sentido que convertirse en coartada del poder, en música ambiental de la feria del neoliberalismo.