Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Colocar la cuestión de la gobernabilidad en el centro de la práctica política es esencialmente reaccionario. Eso es lo que puso sobre el tapete el 15M, con su “no nos representan”. Sin embargo, toda la prensa del régimen (de derecha a centro-derecha) está diciendo que la responsabilidad de los políticos es sostener el buen funcionamiento del sistema, desbloquear la situación institucional, facilitar la formación de un gobierno. Y no: el mandato al que han de obedecer los políticos es el de ser fiel a sus votantes, sea de la gobernabilidad lo que sea. En cierto sentido, esa es la única impronta del 15M y del desbordamiento que ha cumplido Podemos: obligar a todos los partidos, del “centro” a la izquierda, a ser antes consecuentes con el electorado que con el Estado. Ciudadanos, cuya única razón de ser es cauterizar el 15M como “ventana de oportunidad” a golpe de pseudo-reformismo gatopardiano, está también intentando cumplir con su misión: procurar la gobernabilidad contra cualquier demanda del electorado, popular o democrática. Iglesias lo ha llamado “el chicle de McGyver del régimen”, porque vale para para cualquier componenda. Completamente de acuerdo. Rivera quiere ser Suárez. Sin carisma y en minoría absoluta, pero mira, ilusión parece que le pone el chaval.
El caso es que, en medio de este tedio político que llevamos viviendo los electores españoles, con un debate de investidura tras otro tras unas elecciones tras otras tras un resultado esperado tras otro, al menos he visto una pequeña novedad. Tras las acusaciones de Rivera a Iglesias de admirar a “hombres de Estado como Otegui”, en vez de los de verdad que admira él (Suárez y González,) hemos visto algo realmente inédito: la clamorosa petición a Pedro Sánchez de todos los antifranquistas del hemiciclo de que tome la iniciativa y enhebre una alternativa a la derecha españolista. Y esto es relevante porque, a la chita callando, es algo que era completamente impensable desde que el PP decidiera salvajemente quemar las naves de todos los consensos de la Transición que sostenían el régimen del 78. Nada original tampoco esto de hacer saltar todos los pactos sociales por el aire: es lo que ha hecho el neoliberalismo en el mundo entero.
En efecto, ya lo advertíamos el mismo 21 de diciembre. El viejo bipartidismo, en su versión aumentada dos por dos, había sido superado. Y en su ampliación, sistémica y lampedusiana, había dejado al descubierto una herida mucho más descarnada: la división entre los que no condenaban el franquismo (PP/C’s) y todos los demás. El único problema es que, siendo los condenantes mayoría, nos hallábamos atrapados en un conjunto heteróclito de orientaciones políticas de difícil articulación práctica. El problema era el Psoe, que había sido durante cuarenta años el hilo suturante de esa llaga abierta e irresuelta y la había conducido hasta un engañoso antagonismo ritual y alternante entre sí mismo y el PP, con lo que la confrontación derecha-izquierda había desembocado en un paripé sin ambages. Con algunas ventajas, eso sí, para el lubricado sistema del mecanismo político e institucional. Lo que los franquistas nunca le hubieran permitido al PSOE, por ejemplo, porque se hubiera revelado como sospechosamente “antifranquista”, como ciertos pactos con los nacionalismos -que fueron una parte esencial de la resistencia a la dictadura- o suprimir la mili, se lo concedían al PP, porque, como no había ninguna duda de las profundas raíces de su lealtad al régimen anterior, quedaban como simpáticos gestos de transigencia con la democracia.
Al revés, gestos de inequívoca tendencia neoliberal, como la reconversión industrial, la regulación de pensiones y alquileres, la suspensión de algunas ventajas funcionariales o la entrada en la OTAN acababan colando porque las implementaba el PSOE, y así quedaban como contraprestaciones inevitables al progreso y al asentamiento respetable de España en las comunidades internacionales de Occidente.
El problema es que todo esto eran mentiras y en la mentira siempre acaba apareciendo la sospecha de goce del poderoso en forma de contradicción y paradoja. Así pasó nada más emerger el siglo XXI con la rapacidad incontenible del PP, que igual se manifestó en la colaboración en la invasión de Irak que en el aferramiento a los poderes autonómicos y municipales con el único fin de poner en marcha un sistema arrollador de enriquecimientos personales. El caso es que esta ruptura de la baraja por parte del PP llevó a los gobiernos de Zapatero a tener que hacer ciertas concesiones que facilitaban a la comunidad de goce franquista la posibilidad acusarlos de radicales y antiespañoles (esto es, de antifranquistas, reprimidísimo significante), sobre todo en el ámbito de ciertos consentimientos a las aspiraciones de autonomía territoriales y en la implementación de ciertos progresos en las esferas, tan ineludiblemente democráticas, del laicismo y de los derechos y servicios sociales. Si hay un momento simbólico clave para todo este proceso de reacción antidemocrática del PP a estos tímidos avances, tal vez sea aquel junio de 2006 donde se dan conjuntamente en Valencia la visita del Papa más reaccionario de los últimos decenios y el accidente de metro más importante de Europa, como punta del iceberg de las sinergias y complicidades que constituían la nervadura de un sistema corrupto.
El caso es que en esos ocho años de oposición el PP se afanó (bonito verbo, en su acepción no reflexiva también, para predicarlo del PP) en reconstruir la imposibilidad de rebasamiento efectivo del franquismo y lo hizo impugnando el nuevo Estatut de Catalunya e implementando un soberanismo centralista, que, en su frialdad burocrática –indispensable para disfrazar su bárbaro poso franquista- ,consiguió arrinconar a los nacionalismos no españolistas y convertir ferozmente a Catalunya en su rehén. El supuesto peligro en que se podía encontrar la unidad de España volvió a ser, como en los años 30 del siglo pasado, el tabú, el nombre de castración, la angustia que indica la cercanía al objeto del deseo. Esto es, la línea roja por excelencia que inoculaba el virus del desacuerdo en el antifranquista bando enemigo y lo incapacitaba para cualquier acción unitaria. Lo importante que ha sido esta maniobra estratégica e ideológica lo demuestra el hecho de que cuando la derecha ha necesitado “dividirse” (en realidad, se ha multiplicado; eso de dividirse viendo siendo cosa de la izquierda desde que la división izquierda-derecha se erigiese) lo ha hecho generando ese chicle de McGyver, precisamente desde el lado del anti-catalanismo burocrático y del frío españolismo administrativo. Y demuestran, en mi opinión, una miopía política notable quienes defienden una opción anti PP con C’s. No está en los genes de la formación de Rivera, ni en su naturaleza. Nacieron para fortalecer la línea roja contra la radicalidad democrática antifranquista, que implica que sea español quien quiera serlo, y no por derecho de conquista. Y es su única razón de ser.
En resumidas cuentas, yo la única conclusión que saco del último proceso de investidura es que, contra lo que dicen todos los poderes mediático-fácticos del parlamentarismo neoliberal español, Rajoy no ganó las elecciones. Incluso, por cuestiones sistémicas (la situación de pre jaque mate en la que está el PSOE, víctima de sus propias contradicciones entre su función en el régimen y sus intereses electorales, sin poder darle el sí al PP pero tampoco a ninguna otra opción), el antifranquismo ganó las elecciones. Prácticamente todos los votantes del no a la investidura de Rajoy pidiéndole a Pedro Sánchez que lidere una alternativa es una situación inédita. Y una oportunidad gloriosa. Otra cosa es que los antifranquistas (todos lo que no estamos representados por PP y C’s) sepamos o podamos hacer algo con ello. Está difícil porque la izquierda es el espacio en el que se ancla la verdad en el ámbito de la política capitalista, Y, en tanto concernida por la verdad, la izquierda habita en una radical paradoja, precisamente, porque la verdad sólo puede decirse a medias. El síntoma más habitual de esa paradoja veritativa suele ser su inveterada desunión. Pero precisamente ahora que la izquierda podría unirse (UP ha sido el embrión de esa unión a la que podrían adherirse ahora 180 diputados), el campo de lo veritativo ha pasado a ser desvelado, a ser liberado como αλήθεια. La verdad no puede mostrarse más que como falsedad de la mentira, que a veces los ejercicios de honestidad pueden tomar la simple apariencia de perogrulladas. Y el malestar, en esas condiciones de revelación inocultable, lo tiene mal entonces para pretender ser cobijado por una construcción simbólica.
Es en esos momentos en los que emerge la parte indecible de la verdad -intenten decir, cifrar, esa unión anti PP/C’s y verán que es imposible, que es informulable verbalmente con un conglomerado de fuerzas y concepciones políticas tan heterogéneo como el que ha de darle sustento, que carecemos de aparato conceptual para nombrar con una mínima exactitud tanto su máximo común denominador como su mínimo común múltiplo- donde el sujeto se da cuenta de que está desnudo, como Adán y Eva ante Yahveh, porque ya no puede fingir que le basta ser representado por un significante frente a otro significante. Esto es, que su responsabilidad, su invocación por la parte de su deseo, no puede ser solapada ni evitada por su mera ausencia, por su mero dejarse representar. Ya no hay democracia si no la ejercen, radicalmente, los demócratas. Es ahí donde nos encontramos con que, en un punto ciego del lenguaje y sólo en ese punto, los significantes “izquierda” y “democracia”, se recubren sin resto, justo donde emerge la posibilidad de que la unión sea dicha, en los dos sentidos en los que se desdobla este significante, producto de un decir y estado de felicidad, porque esa unión no va a ser posible de formular unívoca y claramente, ni va a ser cómoda de vivir.
Y ese momento parece estar pasando desapercibido, sin pena ni gloria, como un Mesías que llegara al día siguiente del que estaba anunciado, cuando ya no lo espera nadie. Tengo toda la impresión de que después de tantos meses llenándonos la boca con ello, la verdadera ventana de oportunidad es ésta. Pero, perdón por la exageración de la metáfora continuada, no ha aparecido en el Templo de Jerusalén ni en el palacio de Herodes, sino que se ha encarnado en el hijo de un carpintero. No ha nacido de la gloriosa unidad de la izquierda, sino de la impotencia derrotada de la derecha. Un buen momento, sin duda, para evitar que se recuperen.
No sé si he conseguido explicarme. Tampoco me interesa mucho ser excesivamente claro, porque igual cuando podemos es cuando menos claro parezca que vaya a estar que podamos, esto es, cuando los núcleos irradiadores consigan desvincular su narcisismo de su supuesta virtud profética. La redención será obscura, o no será. O bien, habrá que acabar reconociendo que se pueden ganar las elecciones y no ganar en absoluto una posición de prevalencia hegemónica. De momento, hemos conseguido que las elecciones las pierda el contrario. Que tenga a tantos voceros negándolo es la mejor prueba de ello. Qué pena sería no aprovechar esa oportunidad, sólo porque no habríamos sabido leerla. La única emancipación posible en los territorios sojuzgados por el Reino de España será salvando nuestras diferencias, nunca neutralizándolas en pro de un supuesto ideal de unidad. Es en eso en lo que es maestra, porque lo tiene mucho más fácil, la derecha, heredera legítima del franquismo, hasta ahora dicha y dichosa.