“¿Qué piensas que ha sido de los jóvenes y de los ancianos?” Walt Whitman.
¿Por qué no pueden existir héroes viejos, ancianos poderosos que con sus acciones y con su lucha
cambian la realidad? Por ejemplo, Don Quijote, un viejo con una locura libre y revolucionaria.
Cuando se define a la vejez solo como la falta de juventud, considerándola como una enfermedad, sin ver
en ella nada positivo, presentándola como algo que debemos temer y casi ocultar, se está tomando
partido, separando y enfrentando a jóvenes y viejos. Lo que se transmite es considerar a la vejez como
una edad que nada puede aportar, que no es “productiva” y solo constituye una carga para la sociedad.
Cuando todo se reduce al beneficio, quien ya no puede ser objeto de explotación, no solo es prescindible,
sino que es una carga -en el apartado de pérdidas- que es necesario recortar reduciendo su pensión y los
cuidados que recibe.
Frente a esta visión mezquina -que se difunde desde quienes ostentan el poder- existe una corriente
mucho más poderosa de solidaridad y reconocimiento del conjunto de la sociedad hacia sus mayores. Es
atávica, con raíces de siglos, pero también muy moderna, enfrentando cuestiones rabiosamente actuales.
En el gran arte tenemos muchos ejemplos que expresan esa sensibilidad, presentándonos viejos fuertes,
hermosos y activos, y no únicamente pasivos y decrépitos, tejiendo lazos irrompibles de unidad y
solidaridad entre todas las edades y generaciones. Valores y enseñanzas que, en obras incluso realizadas
hace siglos, adquieren una prodigiosa modernidad.
En la pintura
Con esa mirada limpia, libre de prejuicios, y por ello poderosa, Velázquez ve grandeza en jóvenes y
viejos. A Velázquez le interesa solo los viejos pobres, elevándolos, convirtiéndolos en modelos del gran
arte.
Esa “Vieja friendo huevos”, donde el color y la composición resaltan su figura, serena y clara sobre un
fondo oscuro y espeso. Entregada a una actividad cualquiera en una casa cualquiera, que puede pasar
inadvertida pero que la mirada de Velázquez la convierte en una imagen casi totémica. Ese “Aguador de
Sevilla”, con la cara ajada por los años y el vestido roto, pintado como un gigante que ocupa majestuoso
el centro del cuadro.
Y en ambos casos, Velázquez coloca la figura de un joven, casi un niño, ayudando a la vieja a freír los
huevos, recibiendo la copa del aguador. Ambos, jóvenes y viejos, están unidos en la misma acción. Y es
inconcebible verlos separados o enfrentados.
En el cine
Nomadland, la película que triunfó en la última edición de los Óscar, es una historia de una belleza
profunda y conmovedora, que tiene como protagonistas a los pensionistas estadounidenses deglutidos tras
haber sido devorados durante décadas de explotación laboral. El crack del 2008 dejó a muchos de ellos
sin pensión y sin casa, transformados en nómadas obligados a viajar de punta a punta del país en busca de
trabajo, sea cosechando fruta o sirviendo de mano de obra barata a Amazon.
No los trata únicamente como víctimas con las que solidarizarse. No los mira por encima del hombro sino
cara a cara. Y, frente a la ferocidad de unas élites -con los fondos privados de pensiones a la cabeza- que
los han expulsado violentamente, retrata la grandeza de las relaciones de unidad y solidaridad que se
desarrollan entre ellos.
Pero en el cine norteamericano existen también viejos activos, poderosos, héroes. Su representante es
Clint Eastwood, que a sus 90 años sigue ofreciéndonos magistrales pedazos de cine. El William Munny
de “Sin perdón”, el pistolero retirado y declarado inservible que lo desarbola todo cuando desata su furia.
O Walt Kowalski, el obrero jubilado de “Gran Torino”, capaz de establecer una nueva unidad con quienes
había combatido como enemigos.
En la prosa
La literatura está llena de estos ancianos que, presentados como cercanos a la muerte, en realidad
desbordan vida. Están en Cervantes, que escribe el Quijote cuando ya contaba 58 años, ya un anciano a
principios del siglo XVII. Consciente de que “el tiempo es breve” y “las ansias crecen”, y por ello declara
“llevar la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Capaz de contemplar el mundo con una humanidad que
muy pocos han podido alcanzar.
García Márquez, en La Mancha caribeña que es Macondo, con esa Úrsula Iguarán de “Cien años de
soledad”, anciana matriarcal, fundadora y pilar de todo un clan, ejemplo de “las mujeres que sostienen el
mundo en vilo para que no se desbarate”. Ese “coronel que no tiene quien le escriba”, ejemplo de
dignidad justamente terca, que conserva en su vejez la negativa a renunciar a sus anhelos. O ese “amor en
los tiempos del cólera”, la pasión entre dos viejos que viven intensamente.
Y en la poesía
Neruda en la “Oda a la edad” nos desvela que, frente a quienes miden la edad en años, “todos los viejos
llevan en los ojos un niño, y los niños a veces nos observan como ancianos profundos”.
Y nuestro universal y siempre vivo Lorca canta en un poema al “viejo hermoso Walt Whitman” en “Poeta
en Nueva York”. Frente a la imagen tétrica de la vejez, la “Oda a Walt Whitman” celebra a ese “anciano
hermoso como la niebla”.
El propio Walt Whitman celebra una libertad combativa, libre de toda culpa y pecado, exaltando la
“expansión de la juventud. ¡Elasticidad siempre hacia delante!”; y celebrando al mismo tiempo la “vejez
que se alza magnífica”, la “bienvenida, inefable gracia de los días de ocaso”.
Frente a quienes desde la mezquindad del beneficio consideran la vejez inútil y prescindible, justificando
los ataques a quien previamente han deshumanizado, el gran arte nos ofrece una visión revolucionaria
porque toma partido por la vida, uniendo en una misma sensibilidad a todas las edades.
“Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas”
Federico García Lorca.
Eduardo Madroñal Pedraza