Profesor Titular de Comunicación AudiovisualUniversitat Jaume I. Castellón.
En el film Capsule (Andrew Martin, 2015), durante noventa minutos (menos la secuencia final) asistimos al intento de solucionar los problemas en la cápsula espacial y a la terrible reentrada en la atmósfera de un astronauta británico que es manipulado una y otra vez desde diversas estaciones de seguimiento (no desvelaré el final para evitar disgustos a quienes no lo hayan visto). Corre el año 1959 y se presenta a los británicos como pioneros, en secreto, de la carrera espacial… Secreto a voces al que se suman todas las mentiras imaginables fruto de la guerra fría para enterrar si hubo alguna vez una verdad similar. Digamos que “nada es lo que parece”. El film es un ejercicio de estilo poderoso (un solo personaje sin apenas movilidad) que hereda de una trayectoria formal comenzada con Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) y promovida previamente, a otro nivel, con Buried (Rodrigo Cortés, 2010). Sin embargo, nos sirve muy bien para establecer una parábola sobre la sociedad en la que vivimos: el ciudadano es conducido y manipulado hasta que se consigue de él que reproduzca en su fuero interno los valores y visiones de mundo que una élite poderosa ha diseñado para condicionar su mente, al igual que ese astronauta de la película que cree servir a su patria cuando en realidad sirve otros intereses que han sido prediseñados incluso a nivel privado, en lo íntimo personal.
Diríase que esto tiene poco que ver con una sección en la que mis colaboraciones suelen abordar temas sociopolíticos, pero no nos dejemos todavía llevar por las apariencias. Otra parábola del discurso que intentamos mantener aquí se nos presenta con Elle (Paul Verhoeven, 2016): a fuerza de inundar los medios con críticas reverenciales que le conceden la categoría de obra maestra, uno de los males de nuestro tiempo, el copia-pega, se ha reproducido a nivel del pensamiento y la inundación de loas se ha venido multiplicando, lo que hace parecer herejes a aquellos que defendemos para este film su buen hacer, sí, pero la transmisión de una sensación de vacío endémico. Y es que su trama argumental y construcción del personaje “parece” radical e incluso políticamente incorrecta cuando lo que hay es una especie de acomodación a la norma, pues esta es estilística ante todo. No obstante, no incidiré en esta problemática salvo para situarla como eje discursivo.
Se ha puesto de moda etiquetar a las personas y a las ideas poniéndolas en relación con eso que se denomina sistema. Así, se puede construir un mapa de la decencia en el que todo aquello que está fuera del sistema es marginado y/o criminalizado. Eso sí, el propio sistema determina sus límites y adjudica el honor de formar parte de él, donde, se supone, pervive la moral y la honestidad, puesto que fuera de él todo es caos. Pero, ¿qué es el sistema sino el conjunto de entes y procesos encaminados al mantenimiento y pervivencia del statu quo?, y ¿qué es el statu quo sino la consolidación de una norma establecida por un poder fáctico? No es difícil deducir que ambos conceptos deberían ser mudables en el tiempo gracias a los avances sociales, pero tampoco lo es que el núcleo de ese sistema se opone a los cambios luchando con todas sus fuerzas (violencia incluida, si tiene necesidad de ello) y, sobre todo, permeabilizando las estructuras sociales para que su visión de mundo e ideología impregne a todos aquellos que, en teoría, no comulgan todavía con sus ruedas de molino.
Observemos otro film, Captain Fantastic (Matt Ross, 2016). En él, aparentemente, se desarrolla un relato revolucionario: una familia entera ha huido de la sociedad para ser autosuficiente a todos los niveles y desarrollar su vida en plena naturaleza. Niños y adultos gritan consignas y recitan lemas izquierdosos (¡abajo el sistema!) pero a su contacto con la “civilización” todo se suaviza y el devenir conceptual que simulaba ser revolucionario se somete a las exigencias de un entorno que irremediablemente los engullirá, si bien lo que vemos parece ir en otra dirección. El engaño ideológico estriba en un exceso (frases, conductas) que, al alcanzar el nivel de lo increíble, se torna contraproducente, de tal forma que un espectador medio, ante tanto canto revolucionario, sentirá rechazo y aplicará el tema de fondo: la utopía es hermosa, pero no es práctica, por lo tanto debe rechazarse; viva usted según los cánones establecidos y, por favor, no se desvíe un ápice (… o aténgase a las consecuencias). Un bonito ejemplo de cómo se dice una cosa y se transmite la contraria, educando así la mente del espectador.
Pues bien, esos que vocean la entrega de etiquetas (las asociaciones empresariales, los políticos y los medios de comunicación) dictaminaron hace tiempo que en nuestro país existen partidos constitucionalistas y otros que no lo son; partidos que están en el sistema y otros que no, que son antisistema. Esto lo dicen ellos y acaba repitiéndolo la sociedad en su conjunto. Evidentemente, el rechazo se vuelca sobre Unidos Podemos o, en Cataluña, también la CUP, construyendo así un mundo de honrados frente a herejes (lo de honrados parecería un chiste si no fuera porque, evidentemente, así se consideran y pretenden hacérnoslo creer, como si Gürtel o las Black no estuvieran ahí). Ahora bien, a la vista de lo que es el sistema, ¿qué más sensato que ser antisistema? Porque, si ese sistema es el que nos trae a la situación que vivimos, se impone un cambio radical o de lo contrario deberemos aceptar el servilismo ciego y la desigualdad que provoca la explotación de muchos por la riqueza de unos pocos para quienes legisla el poder político.
Dejando de lado el hecho innegable del triunfo del PP en las últimas elecciones, que nos llevaría a cuestionarnos la salud mental de unos cuantos millones de personas en nuestro país toda vez que las cuentas no salen y el número de votantes indica a las claras que un elevado porcentaje de la población vota abiertamente en contra de sus propios intereses (de ahí que veamos la existencia de un problema médico de fondo no desvelado), lo ocurrido en las últimas semanas en el PSOE es digno de estudio y revela con claridad cómo el sistema ha penetrado en lo más profundo de las mentes para que se haya puesto en marcha una operación de acoso y derribo que ha venido a dar la vuelta de ciento ochenta grados al partido (el símil de Borrell era preciso). Esa operación cercenaba cualquier intento de acuerdo por la izquierda (Podemos está vetado porque los repartidores de etiquetas han decidido que no son democráticos –risas– a la inversa que los del PP, esencia pura de la democracia –carcajadas–) y sentaba las bases de un triunfo de la derecha que puede reproducirse durante décadas pues se cuenta, para los apuros, con Ciudadanos, otra operación muy bien orquestada por los poderes fácticos que ya se autodefinió cuando dijo que estaban ahí para impedir que Podemos tocase poder del estado.
Es evidente que Pedro Sánchez no hubiera llegado demasiado lejos en su intento de acordar una posible alternativa, pero el simple hecho de intentarlo tenía que ser castigado para ejemplo de propios y extraños: aquí manda quien manda y no se puede nadie salir ni un ápice del camino marcado en línea recta por la zanahoria. A esta rebelión interna, que sí se puede denominar golpe de estado en el seno del partido, se le ha llamado “responsabilidad” y la abstención en la investidura de Rajoy se digiere como mal menor cuando en realidad es un bien mayor para los promotores del golpe y los poderes fácticos en la sombra (la lectura de El País en las últimas semanas es muy esclarecedora, no por lo que dice sino por lo que encubre).
Tocado de muerte, el PSOE no va a tener fuerza para hacer una oposición potente, ya que necesita reconstruirse. En consecuencia, toda la operación mediática se dirige ahora contra Podemos magnificando sus supuestas disensiones internas, cuando no provocándolas directamente; y nos tememos que en este juego caen ingenuamente los dirigentes de este partido con sus desacertadas declaraciones unas veces y otras con sus dudas entre la acción directa y la institucional. Como puede verse, vamos pasando del circo al esperpento y no tardaremos en llegar a lo monstruoso (¿puede concebirse a un Donald Trump como presidente de Estados Unidos?, ¿cómo ha podido llegar ahí y competir por el puesto?… es el imperio de la mediocridad)
La cuestión de fondo es: ¿se puede cambiar el sistema? Me atrevería a dar una respuesta negativa en la medida en que me parece evidente que no es posible un cambio radical desde el interior del propio sistema ya que este tiene todos los mecanismos de autoprotección perfectamente desarrollados y engrasados. El problema se agrava cuando pensamos en un cambio desde fuera, ya que implica problemas morales difíciles de asumir. De ahí que lo verdaderamente válido sería la no-colaboración, la no-sustentación del sistema (lo de Captain Fantastic), pero hay una imposibilidad manifiesta para ello porque somos seres sociables y hemos creado una red de dependencias difícil de eliminar.
Quizás hayan algunos recovecos… Mi experiencia reciente (de ahí también mi largo silencio de casi tres meses, solo en parte motivado por el verano) me ha llevado a hacer el Camino de Santiago, que aconsejo vivamente, desde Roncesvalles hasta Santiago en unos treinta días. Los motivos no eran religiosos ni espirituales (me declaro abiertamente ateo, así que por ahí no me pillan) sino puramente factuales, terre à terre, y he podido constatar con inmensa satisfacción que lo más importante de ese recorrido, con independencia de los hermosos paisajes y los motivos arquitectónicos (las iglesias románicas sobre todo), es su inutilidad social. Me explico: andar por esos mundos durante un mes sin producir bienes materiales para la sociedad, simplemente lo mínimo necesario para el alojamiento y la comida, es lo más parecido a autoexcluirse del sistema, a situarse en el exterior y pensar lo hermoso de la no-participación. Esa inutilidad es, valga la paradoja, lo más útil del Camino.
Ser, pues, antisistema no es ser antisocial, sino pensar que otro tipo de mundo es posible, incluso si es utópico, porque en este la mierda ha rebosado todos los recipientes y cada día nos ahoga un poco más.