José Antonio Palao Errando
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló
Consigues que un país con valor económico y/o geoestratégico se convierta en tu enemigo y consigues que tu opinión pública lo considere detestable. Para combatirlo, fomentas y financias a un enemigo de tu enemigo más odioso aún que tu enemigo. Dejas a tu enemigo a merced de su enemigo, más odioso aún para tu opinión pública, que el Estado al que combate, es decir, con un nivel prácticamente cero de legitimidad. Cuando el enemigo de tu enemigo triunfa sobre tu enemigo, declaras que es execrable y que, al no tener legitimidad ninguna, no hay problema en actuar directamente sobre él y no fiar la acción a enemigos interpuestos. Invades el país y te haces con sus riquezas y con su posición geoestratégica. Y vuelta a empezar.
Afganistán pro-soviético vs. Al Qaeda. Los ayatolás vs Sadam Husein. La Siria del Bashar al-Asad vs. el ISIS. Una y otra vez la misma historia. No viene mal que el enemigo de tu enemigo perpetre en tu propio territorio y contra tu opinión pública (electorado), algún que otro atentado. 11S, Charlie Hebdo, el tren francés, la maratón de Boston, etc. Nada de teorías de la conspiración. No hablo de eso. Lo obvio siempre es suficiente para un análisis. Lo obvio, que no es lo presente, sino lo que lo ausente deja como huella ante los ojos. Basta con la política de acoso y derribo a los simpatizantes del enemigo de tu enemigo (también enemigo tuyo y sobre todo de la gente que te vota en tanto que está indefensa) para que no haga ninguna falta incoar un atentado: la dinámica se pone en marcha por sí misma y no hay más que esperar. Por otro lado, los candidatos a terrorista no tienen Estado y recursos propios, cuanto más aumentas el cerco y las políticas de seguridad, más difícil tienen atentar contra “el corazón del Estado” y los centros de poder capitalistas, con lo cual más pobre, humilde e indefensa será aquella de tu gente (opinión pública, electorado) que pueda ser blanco del precariado terrorista (que hay precariados de todo tipo en el capitalismo avanzado) y por lo tanto el enemigo de tu enemigo será más odiado por los que te votan, que –cuando llegue el momento- verán con buenos ojos la intervención militar contra esa turba de bárbaros asesinos, sin más protestar.
Ayuda, claro, que tu opinión pública electorado sea altamente manipulable después de siglos sometida a la cultura de masas. Por ejemplo, que con una sola foto seas capaz de cambiar sus esquemas mentales prácticamente a voluntad. Un niño muerto en la playa, oportunamente publicado y difundido, consigue que la Europa segregacionista y xenófoba se convierta en un baluarte del acogimiento y la solidaridad, con la capitana Merkel y Alemania (es decir, su opinión pública electorado), los más xenófobos e insolidarios de todos hasta hace tres días, a la cabeza. Y además con la sensación en las fuerzas progresistas y populares de tu sociedad, que son el enemigo interno, convencidos de que con este cambio de actitud general, han conseguido una victoria moral e ideológica. Vamos, que no hay dios que pueda tener argumentos de crítica cuando los Estados occidentales se ponen solidarios. Sólo que con los sirios (no con los palestinos o subsaharianos, por ejemplo) y sólo ahora (tras más de cuatro años de guerra) y no antes. Probablemente sea ya el momento táctico adecuado para trasferir el odio del enemigo al enemigo, ya triunfante, del enemigo -es decir, más cerca que nunca de ser derrotado. Ya se nos permite ver sufrir el sufrimiento, porque ya conviene. Es simple. Luego ya viene el dolor de los pueblos y de los cuerpos, que siempre es más complejo. Pero con la ventaja de que no es televisivo, de que es del orden de lo real y no de lo dócilmente imaginario.
(Es una segunda lectura de los mismos hechos a los que hacía referencia la columna de la semana pasada. Las dos son verdad. Más aún, la verdad tal vez sea el vacío irreductible, la indecibilidad radical, entre ambas lecturas, la constatación esencial de desgarro subjetivo que implica el mandato de encarnar a la opinión pública)