Ana María Galarza Ferri
Periodista.
Vivir en la era de la información nos permite saber en todo momento lo que ocurre en cualquier lugar del mundo. Periodistas y ciudadanos anónimos nos ayudan a descubrir el conocido como Camino de la vergüenza, un trayecto en el que miles de refugiados, procedentes de Siria en su mayoría, intentan llegar a Europa en busca de una vida mejor. La oleada de exiliados copa las páginas de todos los periódicos. Cualquier ciudadano al abrir la prensa ve a familias enteras huyendo de su lugar de origen albergando la esperanza de la nueva tierra prometida.
Hombres, mujeres y niños desconocen la cultura, el idioma o las costumbres de los países miembros de la UE y, aún así, tienen la valentía de empezar sin nada lejos de su hogar pues la otra opción es ver cómo lo pierden todo en su país de origen.
Desde el sofá de nuestra casa, desde la silla de nuestro escritorio, desde el asiento de nuestro coche; es decir, en nuestras actitudes cotidianas, leemos iniciativas como las que propone el alcalde de Valencia, Joan Ribó, las pancartas que cuelga la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena o, más allá de nuestras fronteras, la actitud solidaria de miles de alemanes que dan agua, comida o mantas a los refugiados que llegan a las diferentes estaciones de tren de todo el país. Las impactantes imágenes que podemos ver recuerdan a la entrada en París tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La sonrisa se dibuja en su rostro al llegar por fin a su destino. Muchos de ellos se desplazan a ciudades donde vive algún familiar. Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), tener derecho de asilo significa “recibir al menos la ayuda básica y los mismos derechos que cualquier otro extranjero que sea residente legal”. Los refugiados tienen derechos civiles básicos, como la libertad de pensamiento o de movimiento; los derechos económicos y sociales, derecho a asistencia médica, derecho a trabajar para los adultos, y derecho a la escolarización para los niños. Además, ser refugiado significa que no pueden ser repatriados. Entre los testimonios se escuchan dos ruegos. El primero, ayudarnos en Europa; el segundo, ayudar a que la guerra termine en nuestro país.
Esbozar un sollozo es muy fácil, decir que las iniciativas las deben tomar los políticos y las acciones llevarlas a cabo las ONGs también. Lo difícil es decidir acoger a un refugiado, acercarse a una ONG y descubrir cuál es el destino del dinero que queremos donar. Los españoles somos llorones y cómodos. Por suerte, siempre existe la excepción que confirma la regla. Loay es un joven refugiado sirio que lleva en España tres años, trabaja con contrato y vive con su familia. Estudia español y se ha sacado el carné de conducir. En su país era electricista, aquí hace lo que sea con tal de agradecer el trato a todas aquellas personas que le han tendido la mano cuando el exilio de sus compatriotas no era tan popular. Está totalmente integrado y hace dulces típicos de su país para integrar al resto en su cultura. Ejemplo de superación él y ejemplo de solidaridad los que le rodean.
Deberíamos tomar ejemplo. Ser más consecuentes con nuestras palabras y deberíamos hacerlo, no por nosotros mismos, sino por el recuerdo a las experiencias que vivieron muchos de nuestros abuelos emigrantes y que solo al verlo en el rostro de una persona cercana seremos capaces de entender.