Profesor Titular de Comunicación Audiovisual Universitat Jaume I. Castellón.
Estaba el otro día revisando una película sin demasiada envergadura discursiva pero que colocaba ante los ojos del espectador una situación crítica: el caso de Julian Assange (y su colaborador Daniel Berg) al frente de WikiLeaks. Me refiero a ‘El quinto poder’ (‘The Fifth Estate’, Bill Condon, 2013). Para situar el argumento en la débil línea que separa la apología del descrédito, la trama se focalizaba esencialmente sobre Berg (autor del libro sobre la experiencia) y de esta forma se permitía el lujo de lanzar un discurso moral al tiempo que se desacreditaba –sin demasiada crudeza– la figura de Assange, que aparecía como un obsesivo compulsivo.
Como es lógico, no es de la película de lo que aquí quiero hablar, pero sí de aquello que denuncia: la manipulación de los medios, de la información, de la cultura, de la política, de todo cuanto se mueve, por parte de los grandes intereses supranacionales a los que se pliegan gobiernos y organizaciones mundiales, puestas servilmente a sus órdenes. Esos entes, anónimos, son el poder real. En tanto WikiLeaks denunciaba estafas, dictaduras en el Tercer Mundo, evasión de capitales o mafias, nada impedía su desarrollo; sin embargo, una vez comenzó a hacer públicos los enredos en torno al 11-S, a la guerra de Irak, a las relaciones de Estados Unidos con los gobiernos amigos y enemigos, toda la fuerza de la “ley” cayó sobre la organización y sus páginas quedaron clausuradas. Era previsible.
En contrapartida, el poder fáctico desvió la atención para hablar de Assange, la persona, y arremeter contra él incluso en torno a su vida privada, intentando convencer al mundo de que lo que hacía WikiLeaks, al poner la información abiertamente al servicio de la ciudadanía, colocaba en riesgo a agentes de todo tipo y ahí se establecía una responsabilidad por los daños colaterales (por supuesto, nada se decía de las matanzas perpetradas en la invasión de Irak por parte de las tropas estadounidenses, que la red había puesto al descubierto). Véase que este mecanismo es idéntico al que se utilizó sobre el tema del cambio climático, hoy admitido por todos salvo, seguramente, por el famoso primo de Rajoy (el ridículo no tiene límite cuando uno “es español y mucho español”)
Resumiendo: los poderes luchan contra la información con desinformación, en tanto controlan “por arriba” los estamentos. Y me viene a la mente lo que está ocurriendo en nuestro país tras las elecciones del 20 de diciembre pasado y las dificultades para formar gobierno. Tal parece que los ciudadanos tienen poco que decir sobre aquellos a quienes colocan en el poder con sus votos, porque los “consejos” (eufemística expresión de lo que mejor tiendo a entender como órdenes) que llegan desde el exterior (Unión Europea, Fondo Monetario Internacional, Gobierno de Estados Unidos, etc.) y los que se producen desde el interior (Ivex 35, Asociaciones Empresariales, etc.) reproducen un sonsonete que nos es ya muy familiar: hace falta un gobierno estable que siga con las políticas iniciadas en la anterior legislatura. Vamos, un gobierno del PP que tenga al PSOE en la oposición (incluso se llega a ver mal una gran coalición PP-PSOE porque Podemos lideraría la oposición y eso supondría su refuerzo ante las próximas elecciones). Y, más concretamente, ya que parece que nadie lo quiere decir abiertamente: es necesario eliminar a Podemos de cualquier cercanía al poder y a las decisiones de enjundia (vale cualquier campaña de difamación).
¿Cuáles son las decisiones de enjundia? Aquellas que desarrollan legislación y condiciones de favor para las minorías que detentan el poder económico (el poder real). En ocasiones, los legisladores forman parte de estas minorías, en otras simplemente están a su servicio; mal que les pese, son lacayos. El propio Francisco Marhuenda, director de La Razón, lo ha dicho muy claro en el programa ‘Al Rojo Vivo’, de La Sexta: “La desigualdad genera riqueza y crecimiento”. Sin comentarios.
Y somos cada vez más desiguales, claro está. No podría ser de otra manera. Pero, ¿podemos cambiar esto de alguna forma si las decisiones nos vienen impuestas? Seamos sensatos, en la medida de lo posible, y practiquemos un poco de política ficción.
El primer horizonte que se atisba (y vamos a proceder por eliminación) sería el de la repetición de las elecciones. Si hacemos caso de las encuestas (y no hace demasiada falta porque la lógica así nos lo dice), el PP subiría a costa de Ciudadanos, ya que, al descubrir estos parcialmente sus cartas, ha quedado en evidencia que son parte del mismo proyecto en lo esencial. Podemos subiría también a costa del PSOE, lo que podría colocarle por encima de este y como segunda fuerza (hay que contar con la gran cantidad de voto útil que se desplazaría desde Izquierda Unida por pura racionalidad, sea o no deseable). ¿A quién puede interesar tal panorama? Parece evidente que el único beneficiario real sería el PP porque Podemos no podría formar gobierno con el PSOE (dejemos de ser ingenuos) y este se abstendría para dejar al PP y Ciudadanos el campo libre. Tampoco a Podemos le interesa esta repetición electoral porque no cuenta con la coherencia ni entidad suficiente para hacer frente a un reto de estas dimensiones, suponiendo que llegara al poder, cosa increíble porque se afilarían todas las uñas y las presiones se tornarían intolerables.
Aquí viene al pelo recordar cual es la fórmula de las derechas: 1) la democracia es útil cuando sirve al mercado: se tolera, pues, que hayan partidos de todo tipo mientras no lleguen al poder o bien sean aleccionados y reconducidos (el ejemplo del PSOE es evidente); 2) ante un hipotético triunfo de las izquierdas se desestabiliza: aparece la contrainformación, la calumnia, las trabas, el control financiero vía prima de riesgo y otros múltiples mecanismos que el poder tiene para cerrar filas frente a lo que considera una amenaza; y 3) si se produce un triunfo de la izquierda “real”, tipo Frente Popular: se recurre a la violencia, como ha ocurrido en nuestro propio país en el pasado, pero también en Chile y otros muchos lugares en que se pasó del triunfo de las izquierdas a la dictadura. La esencia de estos procesos no es otra que mantener en manos de unos pocos el poder real y, en consecuencia, los beneficios económicos. Si esto no fuera así, ¿cómo puede explicarse la existencia de paraísos fiscales?
Un segundo horizonte es que pueda llegarse a pactos. Es claro que el PP no puede hablar con nadie porque ha sembrado el caos y ahora recoge los frutos consiguientes. Su única vía es desgastar a los adversarios en tanto las presiones internas y externas se hacen cada vez más fuertes, incluso hasta que se produzca una ruptura en el PSOE y con su abstención propicie la investidura de Rajoy (más de lo mismo, para la alegría y pitorreo de los poderes fácticos de dentro y fuera). Lógicamente, esto sería el fin del PSOE. Lo más curioso es que el PP, que debería están tendiendo puentes para ver cuales son sus posibilidades, no está haciendo absolutamente nada y da por perdida la primera opción que, sin duda, le corresponde en la investidura.
El pacto por la izquierda tampoco es fácil, sobre todo si hay un enrrocamiento de Podemos con el tema del referéndum como acuerdo previo. Véase, como indicaba en mi anterior colaboración, que pronto o tarde el referéndum será inevitable para salir del problema, pero aquí está vigente el “principio de autoridad” que practican tanto PP como PSOE y al que se suma Ciudadanos de forma visceral. Me pregunto: ¿votar no es democrático? El tema de Cataluña estaría resuelto hace años si no se hubiera contribuido tanto a su explosión por parte de la rancia derecha de nuestro país.
El tercer horizonte es el que nos permite vislumbrar pactos posibles, e incluso deseables. Uno, el que satisface a los poderes en aras del mantenimiento de los privilegios de las minorías y de esa desigualdad que “genera riqueza y crecimiento”, sería el de dejar gobernar al PP en minoría con la abstención en la investidura de Ciudadanos y PSOE. Volvería Rajoy a campar por sus respetos, pero no a sus anchas: cualquier medida insatisfactoria sería bloqueada por la mayoría del Congreso, que, a su vez, podría proponer y sacar adelante leyes, e incluso eliminar previas. Este sería un gobierno de apariencia que podría durar poco, pero daría tiempo al PSOE para reconstruirse mínimamente, ya que está en “caída libre”. De hecho, a mi modo de ver, sería el mal menor para el PSOE. Incluso Podemos crecería si su actitud en el Congreso se viera con claridad en la defensa de los intereses de los ciudadanos y no de las élites (ahora se les ve un tanto “perdidos”).
La otra pata de este tercer horizonte es el que claramente se opone a los poderes fácticos: el pacto entre PSOE y Podemos. Creo que no sería bueno un gobierno de coalición, ya que, como dice Podemos, el PSOE no es fiable, pero tampoco se puede descartar una investidura positiva para Pedro Sánchez con el voto de Podemos (con exigencias, claro, pero solamente de carácter social) y permanecer en la oposición vigilante. Esto, posiblemente, aflojaría la presión externa, aunque la interna se dispararía, como ha ocurrido con los nuevos ayuntamientos a los que se les critica por todo, incluso por cuestiones absurdas; y es que, a veces, los que critican, tipo Camps o Barberá, deberían ponerse una cremallera en sus labios, habida cuenta de su gestión previa.
Los signos que hasta ahora hemos visto no nos permiten pensar en positivo. La componenda para la composición de la mesa del Congreso, de la del Senado, la constitución por mercadeo de los grupos parlamentarios, etc…, apuntan en la misma dirección de siempre: ¿qué hay de lo mío? El PSOE puede verse obligado a tragarse su dignidad, seguramente mediante el relevo de Sánchez; y Podemos debería comenzar a hacer política de verdad y pensar menos en la galería. Del dinosaurio PP y su acólito Ciudadanos nada digo porque son de una evidencia absoluta.
Sin embargo, ante este aparente caos, una cosa está clara: debe salir un gobierno de las elecciones y estas no deben repetirse porque sería un fracaso de nuestra democracia. El hecho de que no hayan mayorías absolutas es algo que nos debe alegrar a todos; ahora hay que iniciarse en la cultura del pacto y del diálogo, de la que tanto carecemos y que tan necesaria nos es. Debemos ir paso a paso, con objetivos claros y posibles. Por ejemplo: el primer objetivo es desalojar al PP del poder; ¿es viable?… Sí,… ¡Pues hagámoslo! Esa y no otra es la instrucción dada por los ciudadanos al ir a votar: ¡bótenlos!. Si no somos capaces de algo tan simple y que está a nuestra mano, nunca podremos perdonárnoslo.