Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
1 Ya pasó con Andreas Lubitz y ha vuelto a pasar con David Sonboly, muchacho de origen iraní que se autoproclamó alemán mientras masacraba a unos cuantos de sus conciudadanos. En Alemania los asesinos de masas parecen ser inexplicables. La causa es que de entrada intentamos encajarlos en la narrativa equivocada. Queremos que sean antagonistas de Occidente en la narrativa yihadista y, sin embargo, se comportan como protagonistas en la narrativa de los asesinos de masas yanquis. El asesino de masas norteamericano es puro producto de la competencia neoliberal exacerbada en los centros educativos (looser es el insulto neoliberal por excelencia y el coach, la referencia moral) y que conlleva el bullying como corolario ineludible.
Una víctima de bullying se convierte en alguien terriblemente lúcido: de repente el mundo le ha dejado constancia de que nunca cumplirá sus sueños. Como la lucidez no lleva de suyo aparejada la sabiduría, el clima auto-ayúdico y biopolítico le habrá conducido a concluir que lo que tiene que hacer es aumentar su autoestima y empoderarse. Y entonces va y resuelve su angustia de castración comprándose un falo automático de repetición “en” la Internet (que no sé dónde estará ese sitio pero en los telediarios lo citan mucho) y disparando contra la multitud. Si la sensatez y la madurez llegan antes que los consejos psicológicos –me llama mucho la atención que estos sujetos suelan estar en tratamiento psiquiátrico, ¿no se dieron cuenta sus terapeutas? ¿o es que entendieron mal sus consejos?- puede llegar la sabiduría, y ese desencanto trágico de la adolescencia puede convertirse en una ironía serena sobre las promesas del mercado vital y sobre las posibilidades de alcanzar los propios sueños y, encima, pretender sentirse, tras alcanzarlos, como uno se sentía que se sentiría al alcanzarlos cuando los soñaba.
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Pero hablábamos de yihadismo. Y hablábamos de su narrativa. La estrategia yihadista ha ido cambiando, pero su narrativa no. Por eso no entendemos nada, porque el enfoque narrativista sólo contempla el esqueleto mítico-arquetípico. Como narratólogo que soy –al menos en buena parte de mi desempeño profesional- desde hace treinta años, veo que a muchos narrativistas no les interesa nada ver la diferencia enunciado-enunciación que, aunque sea de una forma intuitiva, cualquier ciudadano es capaz de captar. Ellos hacen un enfoque transversal, identitario, cuantitativo, en el que el esquema actancial (las acciones y las funciones actuantes que las sustentan) es el único factor a tener en cuenta.
Por eso, su principal enemigo es la ironía. No son capaces de distinguirla porque no son capaces de entender que cualquier enunciado viene claramente modulado por sus condiciones de enunciación. Por eso para ellos cualquier significado es siempre literal y no es necesaria interpretación alguna. Pongamos un ejemplo banal: una frase tan simple como “tomo nota”, anda que no tiene interpretaciones distintas según quien la diga. Si te la dice un repartidor o un camarero, sueles contestar “gracias”. Si te la dice un amigo, te puedes echar unas risas. Si te la dice tu pareja, la reacción normal es no dormir esa noche. Y si te la dice tu jefe, pues échate a temblar o plántale cara, porque otra no queda. Estas cosas son mucho más evidentes cuando quien te las dirige ha cambiado de estatus: por ejemplo, el que fue tu compañero, circunstancialmente, se convierte en tu jefe y te hace una proposición. Si rehusabas hace un mes y te contestaba “tomo nota”, todo quedaba en risas. Si rehúsas ahora y te contesta lo mismo, te está amenazando, sin lugar a ningún género de dudas. La posición desde la que se dice la frase es esencial.
Nuestros enunciados están, pues, subordinados a la posición enunciativa desde la que se formulan, pero a su vez esta posición enunciativa está subordinada y sometida al imperio del lenguaje. Por lo tanto, nuestros actos de habla están condicionados por esa doble refracción. Por supuesto, no hay un lenguaje míticamente previo a la enunciación sino que todo ello es un proceso dialéctico. Por favor, no se entienda esta idea de dialéctica al modo hegeliano: no hay síntesis final tras el momento negativo. La dialéctica de la que hablamos no culmina en una reconciliación de del lenguaje y el habla en una especie de transparencia de la conciencia.
Es un problema que comparten muchos estudiosos de lo social y que les imposibilita –han desechado todas las herramientas que les harían capaces de ello- distinguir más allá del cuantitativismo y el transversalismo contenidístico. Hacen análisis de una complejidad nula y así no entienden nada. Creen estar fuera del tablero y ser capaces de manejarlo con algoritmos enunciados por las reglas del juego y sin ninguna implicación por su parte. Pero resulta que una gota de sudor en la frente de un jugador de ajedrez –de póquer, ya, ni hablamos- es probablemente más importante que todos los cálculos anticipatorios sobre la estrategia del contrario.
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Pues bien, más allá de la cuestión del fundamentalismo religioso y del odio a la democracia y de todas estas cosas que pone sobre el tapete la narrativa occidental anti-islámica, hay muchísimas trazas enunciativas en las performances del yihadismo que nos resultarían reveladoras de su origen, si atendiéramos a ellas. Rasgos característicos que nos explicarían en muchas ocasiones lo que parece el gran misterio para los servicios de seguridad europeos, que es eso que llaman la “radicalización relámpago” (o exprés) de muchos de estos nuevos terroristas. Hay rasgos formales, como la estética de videoclip o de videojuego que utilizan en sus vídeos, que nos hacen entender que este tipo de yihadistas no puede haberse criado en un lugar distinto de un país occidental y que es esa cultura la que los ha preparado para caer rendidos en los brazos de la fe en la pulsión de muerte.
Pero hay más cosas que un enfoque puramente narrativista se niega a ver. Por ejemplo, y es algo que nos tiene muy despistados, esa transición del terrorista proto-psicótico que se amarra una bomba al cuerpo porque no distingue, en el acto de matar, el suyo del de sus enemigos, ni del mundo, al nuevo lobo solitario que ha decidido ceder a la falicización del arma de fuego empuñada, diferenciada de su cuerpo. Es bastante evidente que mientras puede haber hombres y mujeres bomba, este nuevo tipo de terrorismo, más neurotizado, más sometido a la lógica patriarcal del falo separado del cuerpo, es decir, más cercano a la angustia de castración que a la explosión orgánica, es sólo perpetrada por hombres. Ya no muero al matar, provoco que me maten. Una mujer puede explotar, esparcir sus vísceras con las del enemigo. Lo intolerable es que pueda ser penetrada por lo que expele el apéndice empuñado por éste.
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Las narrativas en terreno neoliberal se anulan mutuamente porque son esencialmente superficiales. El problema con Lubitz y con Sonboly, es que no hemos sido capaces de encajarlos en la narrativa del terrorismo yihadista, que era a la que parecía que estaban destinados. Aunque ya se ha encargado el sistema de representación mediático de contarnos otros cuantos atentados posteriores para que éste pareciera un eslabón de esa cadena. No estoy abogando por ninguna extraña teoría de la conspiración, sino diciendo que en este extraño espacio de refracciones que es la cultura tardo-capitalista, todo está relacionado con todo y jamás está claro qué es causa y qué es efecto; si los atentados yihadistas posteriores son por imitación, por seguidismo, o estaban perfectamente planificados de antemano. La cuestión es que el espacio mediático lo iguala todo y no hay ningún real exterior a los media que éstos reflejen, sino que ellos van construyendo la realidad en la medida en que nos van presentando –aunque pretendan que los están re-presentando- los supuestos hechos
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Suele utilizarse el término “narrativa” como visión causal de un proceso que afirma o niega un determinado estado de cosas colectivo. Hay narrativas que afirman el statu quo y narrativas que erige un colectivo para empoderarse y cambiar su posición en el mundo y el esquema causal y “racional” dominante. Si me espetas que la sumisión de la raza negra se debe a la superioridad de la blanca, te contesto con una narrativa anticolonial que ponga sobre el tapete los abusos y el expolio que los negros sufrieron por parte de sus explotadores. Si tu narrativa dice que los hombres son superiores por naturaleza a las mujeres, yo construyo una contra-narrativa que ponga en evidencia la tuya y muestre como el hetero-patriarcado, como sistema opresivo, tiene una historia que hace a la mujeres víctimas del poder a los varones heterosexuales, o sea que de superioridad “natural”, nada. Si tú dices que la homosexualidad es un rasgo de perversión despreciable, yo construyo una contra-narrativa en la que lo coloco como emblema de mi orgullo….
¿Qué es entonces una “narrativa”? La respuesta no es sencilla: lo que tenemos claro es que una narrativa no es un relato. Los relatos serían en todo caso su fijación material, obstinadamente particular. Al contrario, una narrativa es una abstracción que no necesita –de hecho, no admite- estar fijada en unos signos materiales sino que funciona como una especie de horizonte hermenéutico. Una narrativa es un esquema actancial con una estructura binaria simple: unas acciones, unos actantes, un triunfador y un vencido. Si es contra-hegemónica, el vencido es víctima y por lo tanto es el bueno. Si es pro-hegemónica, el triunfador ha hecho justicia y por lo tanto es el bueno. La narrativa contra-hegemónica sería así una narrativa de empoderamiento: la víctima se autoestima, triunfa frente a su opresor y vuelta a empezar. Hemos perdido por el camino la negatividad dialéctica: ok. La pregunta es si hemos ganado algo a cambio. La cuestión es que tanto en un caso como en el otro, el “bueno” es el que tiene razón.
Como tal, el sustantivo narrativa en el valor que se le suele dar actualmente es un anglicismo. Viene pues de narrative (que es un sustantivo en inglés, pues admite el plural) y viene a ser un telos, un horizonte de expectativas para un relato. Su origen es el espacio académico. Por eso, todas las narrativas coloniales académicas están basadas en el principio de identidad y el principio de razón suficiente, como la ontología occidental dominante exige. Y digo coloniales (exportadas desde occidente) porque la novela burguesa europea y su más legítimo heredero, el largometraje de ficción hollywoodense, son su máxima expresión. De este modo, el capitalismo ha sido forjado sobre determinadas narrativas, sin duda. Diría incluso, que la narrativización realista ha sido el mecanismo de control esencial del capitalismo.
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Pero el problema no está en el enunciado, está en la enunciación. No se trata de los caracteres de los personajes, ni de los campos semánticos que se les vinculen, ni de los rasgos arquetípicos que puedan vehicular. Por eso, intentar oponerse al capitalismo desde una narrativa contraria a la oficial, no deja de ser en el fondo una paradoja. Si una narrativa no puede ser más que contra-narrativa, está sometida a una constricción binaria de la ontología en la que se sustenta su contraria.
La cuestión principal, pues, es la dispositio y la articulación. Frente a quienes postulan que la razón es secundaria y que lo importante es el éxito habría que aclarar que la razón –más concretamente, la razón práctica y la razón judicativa- es el motor de todas las narrativas. De una narrativa se desprende una cosmovisión, y su correspondiente esquema moral, como su causa. Digo bien: es la narración la que construye la visión del mundo. Pero una vez construida, parece previa.
Por eso, nos digan lo que nos digan, en la disputa del sentido, la cosmovisión, la teoría, la pregunta de por qué hay mundo en lugar de nada, y por qué precisamente este mundo, es imposible de desalojar. Nos hace falta la teoría y nos hace falta la razón (no hablo de la racionalidad, sino más bien del razonamiento). Hay una causalidad narrativa, pero también hay una causalidad conceptual. No se trata de razón versus narrativa, sino de narrativa versus escritura y argumentación.
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Algunos se quejan de que la nueva prensa digital de izquierdas, las variadas cabeceras que han nacido en los últimos años, se focalizan demasiado en la opinión y olvidan la información. En la terminología que estamos usando aquí, es demasiado argumentativa, y debiera ser más narrativa. Pero la gente sigue demandando a la prensa escrita pensamiento, no que reincidan una y otra vez en contarnos las mismas historias de corrupción, que como se ha visto, no transforman substancialmente la realidad política, sino que constituidas en narrativa son continuamente impotentes. No se trata sólo de construir una contra-narrativa, sino esencialmente de hacer aparecer en la prensa oficial y en el aparato mediático los rasgos de su escritura. La versión oficial pasa a ser un relato y ya no una narrativa. Pasa a ser una versión opaca, se le ven los costurones remachados con ideología.
El asalto al periodismo de investigación por parte de los medios digitales de izquierda es imposible sin la colaboración de la espectacularización televisiva, por otra parte, como ha demostrado el caso de los papeles de Panamá, que hubiera tenido una repercusión agendística mínima si eldiario.es no hubiera contado con la imprescindible difusión de La Sexta. De hecho, cuando los medios digitales se dedican al periodismo de investigación lo que acaban haciendo publicidad de sí mismos a través de sus intervenciones en las tertulias televisivas matutinas.
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Voy a poner algunos ejemplos personales, para intentar hacerme entender en esta distinción entre la narrativa (tal y como suelen utilizar el concepto los estudios culturales y la politología entroncada con ellos) y el relato (tal como solemos entenderlo los teóricos fílmicos y literarios). Suelo decir muy a menudo que una de mis novelistas de cabecera desde hace años es Pilar Pedraza. Puede preguntarse alguien si soy un fan de la novela gótica, porque ella es una autora de culto en ese género. Pero debería de contestar que no especialmente. Por supuesto, algunas lecturas tengo al respecto (Maturin, Poe, Matthew G. Lewis… aunque se me ha atragantado siempre Lovecraft), pero en absoluto se me podría definir como un fan ni como un experto en el género. ¿Qué es lo que ha hecho pues que yo pueda elevar a novelista de cabecera a Pilar? Evidentemente su voz, que tiene mucho de grano poético además de lo que nos pueda proporcionar una lectura temático-narrativista.
No estoy especialmente interesado en la vida de los circos a principios del siglo XX, ni me apasionan de una forma señalada las sociedades secretas. Si sentí una terrible fascinación por Lucifer Circus fue más que nada por esa musicalidad de la prosa que tanto se acerca los novecentistas y modernistas españoles (Gabriel Miró, el Valle Inclán de las Sonatas…) casi hasta el punto de pensar que los elementos narrativos están al servicio de ese gozo por la emoción y el afecto hacia lo monstruoso, de donde mana una ternura infinita, que al revés.
Lo mismo con Las lobas de tesalia. No soy especialmente un fan de las historias de brujas ni de la época del Imperio Romano como escenario narrativo, pero que la misma escritora que hace un despliegue de virtuosismo modernista en su novela anterior, sea capaz de enarbolar la mayoría de los emblemas de estilo de la novela picaresca, y más en su versión femenina, y de su prosa desenvuelta y natural, cotidianizando y feminizando la magia y la brujería con una radicalidad tan grácil como cercana, eso sí me fascina. Lo que me atrae de Pilar es su capacidad de subordinar cualquier argumento a un gesto poético fundamental: el radical enigma ser mujer y la capacidad de desplegar esa alegría en el mundo. Sin extremismos, insisto: pura radicalidad. Por eso no le importa dibujar la perversión femenina en La fase del rubí y contarnos con una belleza atroz las crueldades de su protagonista, como nos narra con una épica de una nervadura más que sólida el vaciado del Hades de las almas paganas desalojadas por las cristianas en La perra de Alejandría. Un enfoque narrativista, que sólo se atuviera a los componentes actanciales y espacio-temporales, no se daría cuenta de ninguna de estas cosas. El análisis de un relato no es la contabilidad de sus acciones: la escritura, la estructura, el estilo, la dispositio, son ingredientes fundamentales en la sazón del sentido.
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Pues esto, que he dicho del Pilar Pedraza, se puede decir de muchísimas manifestaciones culturales, en nuestra época y en otras. Qué decir del cine de González Iñárritu si sólo contamos el argumento de sus películas. Qué decir de Memento de Christopher Nolan, que por su argumento podría ser una película perfectamente protagonizada por Stephen Segal. El enfoque narrativista,- a no confundir con el narratológico, que estudia el relato en todos sus niveles y no sólo en el argumental- lo que pierde por el camino es la efectividad material del sentido y por eso se acaba pensando que el único espacio para su disputa sería el político electoral-parlamentario y que todo lo demás son puras excrecencias ornamentales –juegos florales- que deben ser subordinadas a unas sagaces instrucciones políticas emitidas desde un núcleo irradiador.
No estoy de acuerdo. Mucho más que Maquiavelo, hicieron por el triunfo del paradigma de la Modernidad del autor del Lazarillo, el Bachiller Fernando de Rojas, Diego de Velázquez, Miguel de Cervantes, Raffaello Sanzio o William Shakespeare. Sin menospreciar a Nicolás de cusa, o a Giordano Bruno. Y no digamos a Copérnico. Fueron sus escrituras, no sus “narrativas”, las que rompieron con la mentalidad medieval. A veces, incluso, entroncando con ella como Rafael en La Academia de Atenas o el gran Joanot soñando que un caballero andante como Tirant lo Blanch podría derrotar al turco y salvar Constantinopla para la Cristiandad. Sobre un tema medieval, ambos erigieron dos escrituras, pictórica y novelesca, radicalmente orientadas a una cosmovisión moderna.
Probablemente, el ejemplo más esclarecedor de todo ello sea Un perro andaluz, que es ante todo un poema visual pero no dejaba de recordarnos que este poema era una sagaz deconstrucción de las estéticas realistas burguesas. Desde el acto de cortar un ojo de sobre un claro de luna (tópico de la sentimentalidad burguesa donde los haya), hasta la inserción de carteles de cariz narrativo que no se entienden en absoluto porque no se nos está contando un relato. Esto es, porque no deben interpretarse como una instrucción narrativa sino como una ironía enunciativa. Descolocar al espectador es un acto mucho más subversivo que inventar una narrativa contra-hegemónica de empoderamiento.
Toda idea de empoderamiento supone de la aceptación de la narrativa opresora intentando simplemente recolocarse en el sistema actancial que ésta propone. Eso no cambia el mundo. De ahí que la primera el gran error de la PCUS fuera la aceptación del realismo como estética: poniendo al héroe proletario en el lugar del héroe burgués lo único que se estaba haciendo es dejar la puerta abierta a la reversibilidad esa misma narrativa. Si los relatos fueran solamente su argumento, evidentemente podrían ser fácilmente fiscalizados por un comité central o una cúpula jerárquica de cualquier tipo.
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¿Qué estamos criticando –qué límites estamos mostrando- del planteamiento exclusivamente narrativista en este texto? Estamos intentando mostrar que considerar el planteamiento narrativista, en lo que tiene de esquelético y abstracto, como autosuficiente para enfocar el proceso emancipatorio–insistimos: si no se combina con procedimientos argumentativos y explicativos- lleva necesariamente a la sacralización del antagonismo, del que deriva la impotencia y la tentación autoritaria. Véase si no, la posición de tantos activistas sectoriales (LGBT, feministas, étnicos, ecologistas…) desolados porque no paran de brotarles enemigos –muchos de ellos ocultos o inconscientes- entre los que deberían haberse concienciado de la veracidad de su narrativa.
Tal vez, habríamos de preguntarnos si el proceso no es el inverso: el narrativismo genera el antagonismo como consecuencia lógica, pero a su vez este antagonismo es su piedra angular, con lo que la narrativa no puede dejar de generar enemigos a su paso: para sostenerse, debe colocar a su protagonista indefectiblemente en su papel de víctima. Y un clima epistémico en cuyo núcleo se ha enquistado el antagonismo como única fórmula de tratamiento de lo real hace surgir enemigos por doquier e impide un cambio de mentalidad generalizado, bloqueando además cualquier aliado intelectual que una narrativa pudiera encontrar en su camino si no se somete a su dictadura epistemológica. De ahí que si haces de la narrativa el centro de tu estrategia no puedas concebir el mundo sino en la dinámica de la irradiación nuclear.
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Un par de ejemplos provenientes de la lucha política nos pueden venir bien para ejemplificar este proceso. Pensemos primero en el caso de la llegada de Obama a la Casa Blanca. Evidentemente este proceso se vendió como la culminación de la contra-narrativa de del black power que se oponía al racismo wasp estadounidense. Yo creo que no es exagerado decir que es uno de los ejemplos más claros de dinámica hegemónica y contra-hegemónica, en el sentido de Laclau, que se pueden presentar. Esta idea de poner a un afroamericano en la Casa Blanca, objetivo tachado de imposible por el establishment mediático y político (por la narrativa hegemónica), justamente con el eslogan yes, we can!, se convirtió inmediatamente en una sinécdoque de todo el proceso político de emancipación de las clases populares. Poner un negro en la casa blanca era una victoria de que englobaba a las luchas de los trabajadores, todas las minorías étnicas, todas las sometidas por el hetero-patriarcalismo, etc.
No hay más que ver cómo está acabando el mandato de Obama, con un rebrote cruentísimo de los conflictos raciales y con el resurgir del populismo de extrema derecha a través de Donald Trump, para darnos cuenta de que la narrativa del empoderamiento de los afroamericanos y de las clases populares había quedado completamente bloqueada. Precisamente, porque la narrativa sectorial, al convertirse en núcleo irradiador, había impedido de cualquier colaboración teórica en su cometido, por ejemplo, de un planteamiento de clase o de concienciación social o cualquier otro que hubiera podido cubrir algún otro flanco de la propuesta. De ahí, que el blanco de clase baja no tardara en ser pasto de un populismo a su medida que hiciera de los progresistas (y de los negros) sus enemigos y verdugos. Trump no tiene otra explicación.
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Lo mismo se puede decir en muchísimas ocasiones de las políticas de género si se quedan simplemente en un intento de empoderar a las mujeres individualmente, de buscarles un lugar al sol del falo-patriarcalismo imperante. Es lo que tienen las narrativas neoliberales, que siempre tienen en su reverso la posibilidad del Discurso Capitalista de volver erigirse desde sus sospechosas cenizas. Y así ha sido si hay quien puede considerar que es un triunfo de la luchas de las mujeres el que en este momento algunas las principales líderes del neoliberalismo lo sean (Merkel, Clinton, Lagarde, May….). Lo que es evidente en este caso, es que si el objetivo, o parte de él, es conseguir que las mujeres accedan a las élites, ello imposibilita a las luchas feministas colocarse en el centro de una nueva cadena equivalencial que pueda articular un movimiento contra-hegemónico generalizado y popular. Es decir, condena al feminismo a la marginalidad de dentro de los movimientos sociales emancipatorios.
Desgraciadamente la violencia de género y los asesinatos machistas, tampoco tienen una buena solución narrativa, no hay manera de que acaben bien. Cada vez que hay un crimen machista se van a buscar sus causas en el relato: tienen que haber, según la narrativa dominante, antecedentes de violencia. Lo primero que se pregunta es si hubo denuncias previas de la víctima y si la respuesta es que no, siempre acaba dándose a ese dato el valor de causa. La mujer acobardada o víctima del amor –la idea del amor neoliberal es esencialmente de narrativa: el la mujer por el príncipe azul … – no denunció la violencia que venía sufriendo ¿Por qué esta respuesta?: porque la estadística-el informacionalismo estadístico es absolutamente solidario del planteamiento narrativista -nos asegura que nunca pudo haber una primera vez en nuestros relatos, que siempre tuvo que haber un precedente, que haga al relato particular y singular dependiente de una narrativa transversal.
Así nos perdemos el estar contemplando otras causas, otras posibilidades que no sean la del puro relato de opresión patriarcal y empoderamiento femenino. Es inoperante haber reducido, el feminismo a una simple narrativa, que es lo que parece haber conseguido el neoliberalismo. De ahí, a la sensación de impotencia, a las exigencias compulsivas de prohibición superyoica, y al rechazo visceral de todo componente teórico que no asuma la narrativa oficial íntegramente y sin matices y que podrían sumar a los ya existentes unos inestimables fundamentos teóricos a las luchas de las mujeres. El odio – de algunos feministas hacia las elaboraciones del psicoanálisis, pese a que hay miles de mujeres que las sostienen -, me parece paradigmático al respecto, pero exigiría otro artículo íntegramente dedicado. Y por cierto, no me vale la previsible respuesta de que también hay miles de mujeres que sustentan el machismo: no es lo mismo sostener por subordinación acrítica la opinión dominante que una postura epistémica antagónica de ésta, como es la del psicoanálisis freudo-lacaniano. De este modo, el antagonismo no cesa de reeditarse, el machismo no deja de rebrotar, el enemigo asalta por doquier.
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Las narrativas necesitan acólitos sumisos, no aliados. Fíjense que en ningún momento he sostenido que las narrativas “no digan la verdad”. Por supuesto, que las contra-hegemónicas parten de un núcleo de desocultación que nos acerca a ella. He dicho que “no explican el mundo”, cosa que podría afirmarse también de la ciencia estándar y sus hallazgos técnicos o de las ideologías emancipadoras. Sólo que “la verdad sólo puede decirse a medias” y las narrativas no pueden cerrarse a los aportes de la teoría o la filosofía, entre otras.
Lo que sucede es que a mucha gente suele gustarle esto de las narrativas porque les permite ser combativos e intentar exorcizar sus frustraciones, sin cuestionarse nunca la ontología sobre el que su esquema de actuación se sustenta. Es decir, les permite convencerse de que su creencia es “lo natural” y escandalizarse cuando encuentran a alguien que piensa que con esa creencia no está cerrado el asunto. Mal vamos.
El problema no es que las narrativas no expliquen el mundo. Es, como en el caso de sus dos compañeras imaginarias, las religiones y las ideologías, que taponen el acceso a cualquier intento de explicación, de ampliación de conocimiento del mundo, haciendo creer que son el resultado natural de una causa ya conocida y explicada. En última instancia, el enfoque narrativista, en el neoliberalismo, es una enorme trampa, porque legitima toda instancia conservadora. Una narrativa en absoluto explica el mundo, ni nos orienta a transformarlo por sí sola, sino que nos dice qué puede hacer uno para triunfar en él. Para que esa narrativa pueda tener efectos transformadores (no de pura reproducción ideológica con un simple cambio de actores) debe encarnarse en un relato, esto es, debe dejarse modular poéticamente –la ironía es uno de los moldes discursivos más relevantes de esta forma de entender la poeticidad- por una enunciación textual.
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Se repite mucho entre cierta izquierda que si no se ocupa el lugar del populismo y no se hace una política emocional, ese lugar lo ocupará la extrema derecha. Yo complementaría este razonamiento con otro: tan necesitado está el ser humano de narrativas y de identidades que le satisfagan emocionalmente como de explicaciones y modelos del mundo que legitimen en sus acciones, aspiraciones y estados de ánimo. Si desde las opciones de progreso abandonamos el espacio del pensamiento (del cual la razón es una pequeña parte) y la construcción epistémica, este lugar lo tomará el fundamentalismo religioso muy bien acompañado en el siglo XXI por las estrategias coercitivas y colaborativas de la biopolítica. Y échales entonces contra-narrativas. Verás qué risa.
La libertad estará infinitamente más lejos. No nos importa que esta emancipación colectiva sea asintótica, inalcanzable, utópica en un grado absoluto. La ética consiste en la posición de absoluta libertad del sujeto frente al hecho de la imposibilidad de su absoluta autonomía. Es una aspiración legítima y eterna del ser humano querer comprender el mundo, y ser por ello comprendido en él, y poder actuar con ciertas garantías dentro de esta comprensión. Si ha estado mal dejarle ciertos significantes y símbolos a la derecha española, imaginémonos lo que es dejar a las élites políticas y económicas el patrimonio de la explicación causal y ontológica del mundo si las fuerzas insurgentes se contentan con enarbolar una contra-narrativa.
Que, ante la ausencia de sentido en su vida, muchos raterillos y pequeños delincuentes de ascendencia árabe, vilmente reducidos a la marginación, hayan cedido a la tentación de la pulsión de muerte que les ofrecía el yihadismo, y su promesa de un paraíso ultra-terreno para el odio, es del todo explicable. El cristianismo hizo muchas de estas también: es imposible –y no tenemos el menor interés en ello- negarlo. Ni las narrativas ni las ideologías explican el mundo: sólo lo moldean. No transformaremos el mundo contra-narrativizándolo, sino poetizándolo. Como los hombres del renacimiento no transformaron el mundo contra-alegorizándolo, sino narrativizándolo y perspectivizándolo.
Tal vez, la creación de neologismos no sea el mejor sistema. O sí, quién sabe. Lo que tengo claro es que si he conseguido que no se me entienda inmediatamente habré puesto mi fragmentículo terroso pulverulento en la tarea de la liberación. Pocas variantes discursivas pueden ser más honorables que la ironía, porque muestra la huella indeleble de lo que no es en lo que pretende ser. Y sí, honorable, en mi vocabulario, suele ser sinónimo de subversivo. No encuentro otra fórmula para la honestidad discursiva. He descartado todas las positivas por radicalmente insuficientes. Igual tampoco es una gran estrategia escribir “columnas” de una extensión inaudita para el género, que casi nadie puede leer hasta el final. A los que lo hayáis hecho, un fuerte abrazo y un sonoro beso.